El miedo a los rayos (y al ébola); por Héctro Abad Faciolince

Desde la antigüedad los seres humanos asociamos los rayos con la furia divina. Su aparición es súbita e inexplicable; golpea al azar a buenos y malos, a iglesias de hombres píos y a torres de agiotistas. Casi todo el mundo sufre de brontofobia (terror a los truenos). Recuerdo que uno de mis niños, a los dos años, lloraba y exclamaba, cuando oía truenos: “¡No mi gustan las tromentas!”.
Pues sí, las tormentas son un magnífico espectáculo natural, pero asustan, y más si uno no está resguardado bajo un edificio donde hayan instalado un buen pararrayos.

El físico G.C. Lichtenberg dijo, a mediados del siglo XVIII, que por mucho que los religiosos confíen en la misericordia de Dios, de todas maneras conviene instalar pararrayos en los campanarios y en las cúpulas de sus iglesias. A lo largo de los siglos se había notado que los rayos suelen caer sobre los edificios más altos de las ciudades, y por eso mismo los rayos divinos parecían ensañarse contra los campanarios y las cúpulas de los templos. En efecto, los rayos suelen golpear antes a lo que más sobresale. Más al hombre alto que al niño.

El 3 de mayo de 2010, día de la Santa Cruz, un rayo hirió en el pueblo de San Rafael a más de cien peregrinos, y mató tres. Tenían izada una cruz de aluminio en el cerro de Pan de Azúcar cuando empezó la tormenta. No alcanzaron a terminar de decir los Mil Jesuses. Esta semana otro rayo mató a 11 indígenas Kemankumake de la Sierra Nevada de Santa Marta y provocó heridas graves a otros 18 integrantes de la misma comunidad. Estaban reunidos en un ritual, ellos también, en la parte alta de una montaña y en la maloka más grande. Esta vez el machismo salvó a las mujeres: murieron sólo hombres.

Frente a la tragedia se consultó lo que pensaban los ancianos y sabios de la tribu. De los wiwa allá y de las universidades en Bogotá. De las tragedias lo que uno debería sacar es un plan para evitar que se repitan. Tiene razón el mamo Ramón Gil (quien perdió a un hijo en el rayo) al señalar a la deforestación como una de las causas: el cambio climático —al parecer— ha aumentado la intensidad de las tormentas. Pero él insiste en ver el rayo como un castigo. El plan general de cambiar el corazón o el comportamiento de los hombres (para que no haya castigos) es idealista y bonito, pero poco práctico. Mientras los hombres cambian su forma de ser y reforestan la Sierra, no sería inconveniente probar el invento de Franklin.

Observaba Lichtenberg que mucha más gente se muere de infarto que de rayos, pero nadie le tiene miedo al corazón; también decía que había más muertos por disentería que por relámpagos, y que sería más benéfico para la humanidad encontrar un para-diarreas que el mismo pararrayos de Franklin. Decía también que tenemos para-gripas (ropa abrigada y chimeneas) y para-lluvias (un buen techo) y que para los rayos había un invento igual de bueno: un largo palo afilado de cierta aleación metálica, puesto en el lugar más alto, con un cable conductor que se clave en un sitio de la tierra donde no haga daño.

Se dice que el Gobierno envió a la Sierra “alimentos, frazadas, y medicamentos” para socorrer a la comunidad afectada. ¿Por qué no les mandan también una brigada de ingenieros electricistas que les enseñen a hacer y a instalar pararrayos? No es prepotencia occidental o arrogancia racionalista: es algo mucho más simple: prevención general con un invento que data de 1749.

Con el ébola está pasando algo parecido que con los rayos: hay más pánico y supersticiones que verdadera acción científica y humanitaria de la comunidad internacional. Para detener la epidemia se necesitan médicos y enfermeras, capacidad hospitalaria para aislar a los enfermos y sobre todo educación. Para empezar: que en ciertos rituales de entierros en África se prohíba a los asistentes que toquen con sus manos a los muertos. Así como los rayos golpean más a lo que está más alto, el ébola golpea más a quien tiene contacto directo con los contagiados.

Tomado de: www.noticiasdevenezuela.org

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